19 de Abril de 2024

Jean Meyer

Este mes es el de la Copa del Mundo de fútbol. El encuentro del G8, inicialmente programado en Sochi, se canceló por lo de Ucrania; pero se celebran los setenta años del Día D, del desembarque en Normandía en 1944, se recuerda el asesinato del Archiduque Fernando de Habsburgo en Sarajevo y los escoceses festejan el aniversario 700 de su victoria contra los ingleses en la batalla de Bannockburn, como preámbulo al referéndum de septiembre sobre su eventual independencia. ¿Y China? Prepara las Olimpiadas Juveniles de Verano en Nanking.

Y enfrenta serios problemas internos y externos. Hoy me limitaré a la cuestión de las minorías nacionales que recientes actos de terrorismo perpetrados por uigur han puesto en plena luz. Hace muchos años que el Sinkiang (Xinzhiang) y el Tíbet, sospechosos de querer la independencia, son víctimas de una violenta represión en nombre de la China “una e indivisible”.

 

En esas regiones, la situación se tensa cada día más, en gran parte porque el gobierno central no imagina otra estrategia sino la de la represión a ultranza, de la colonización demográfica masiva y de la sinización cultural; ni la religión escapa a esa dura ofensiva: los reglamentos que enmarcan la práctica del budismo tibetano y del Islam representan una verdadera persecución, cuya intensidad puede variar sin desaparecer nunca.

Los uigur turcófonos y musulmanes son diez millones en la región autónoma del Sinkiang, pero ya no son dueños en su casa, puesto que los chinos que formaban 7% de la población en 1950, son ahora más de 40% y Beizhing manda cada año más colonos. En 1990 la región fue el teatro de un episodio de zhihad y en 2009 el motín en Urumqi, la capital, causó doscientos muertos. El año pasado, según las estadísticas oficiales, los choques entre chinos y autóctonos han hecho más de doscientos víctimas y en 2014, por primera vez, “el terror separatista ligado a la minoría musulmana uigur” desbordó la región autónoma para afectar la provincia sureña de Yunnan.

Wang Lixiong, intelectual chino, lo había anunciado, hace cosa de un año: “En Xinzhiang, Beizhing practica la peor política. La política de base sigue sin cambio: desarrollo económico y ofensiva sobre todos los aspectos étnicos, con resultados contraproducentes. Un fracaso total”.

La primera reacción, en 2009, fue una ola de represión como no se conocía desde la Revolución Cultural; estudiantes, periodistas, cantantes, intelectuales, bloggers fueron arrestados, torturados y algunos condenados a largos años de cárcel.

Luego vino la instalación de una red de vigilancia a todos los niveles, combinada con una ofensiva mayor contra las prácticas religiosas, incluso a domicilio. Estos métodos han tenido como resultado, desde marzo de 2013, la multiplicación de los incidentes y, recientemente, una ola de atentados que han conmocionado a China.

El anuncio por los medios oficiales de “un cambio mayor de orientación”, después del atentado en Yunnan, calificado oficialmente de “nuestro 11 S”, significa, sin duda, más represión y negación permanente de los derechos de los uigur, a pesar de que su región no conoce (aún) ni guerrilla, ni terrorismo de alto nivel. De seguir esa línea, Beizhing bien podría desesperar una población hasta ahora pacífica.

Sobre Tíbet, todo se ha dicho. Ciertamente, no conviene emplear la palabra “genocidio” para definir la política china en esa región, pero… desde 2011 más de 120 tibetanos se han inmolado por el fuego para protestar contra la represión y la progresiva destrucción de su nación. Cinco años después de la explosión de violencia, el altiplano se encuentra de nuevo en crisis. Si Beizhing calcula que la próxima muerte del Dalai Lama resolverá el problema, se equivoca mucho. Mientras tanto, al mundo ¿qué le importan uigur y tibetanos?