29 de Marzo de 2024

La seguridad no es sólo asunto de fierros

Por Alejandro Hope

Hace dos días, Ricardo Anaya, candidato presidencial de la coalición Por México al Frente, señaló que uno de los dos ejes de su estrategia de seguridad sería “atacar el problema, pero con mucha mayor inteligencia, con tecnología para verdaderamente dar resultados”.

No es la primera vez que Anaya ha hecho referencia a la tecnología en sus pronunciamientos sobre seguridad. Hace dos semanas, señaló que había que combatir al crimen organizado “con inteligencia, con decisión, con fuerza y con tecnología al crimen organizado.”

No es tampoco el único candidato que ha hablado del asunto. José Antonio Meade dijo la semana pasada que era necesario “poner la tecnología al servicio de la investigación, para que seamos capaces de resolver con éxito una acusación”.

Andrés Manuel López Obrador ha hecho algunos pronunciamientos similares. Lo mismo vale para Margarita Zavala (Nota: como señalé en una columna la semana pasada, soy asesor de la candidata).

A ninguno le falta razón. Existen múltiples herramientas tecnológicas que se pueden y se deben desplegar para las tareas de seguridad pública. Las cámaras de videovigilancia o los instrumentos de identificación biométrica o las herramientas de intervención de comunicaciones pueden resultar sumamente útiles para disuadir o ubicar criminales, construir casos judiciales, e identificar víctimas.

Asimismo, un número creciente de delitos se comete en línea, donde es necesario contar con ciertos mínimos tecnológicos para siquiera ubicarlos y con mucho más para empezar a combatirlos.

Sin embargo, una cosa es reconocer que hay un rol para las soluciones tecnológicas y otra convertirlas en un fetiche.

A estas alturas, ya no hay gobierno estatal que se respete que no cuente con un fastuoso C4 o C5, dotado de tecnología de avanzada (para los no iniciados, C4 significa centro de comando, control, cómputo y comunicaciones. Cuando se añade el contacto ciudadano a la mezcla, se vuelve C5. Se trata, en breve, de centros de mando donde se reciben las llamadas al 911 y se despacha la respuesta).

No hay tampoco zona urbana sin centenas, cuando no miles, de cámaras de videovigilancia. Se han registrado también inversiones millonarias en lectores de placas, instrumentos para la captura e identificación de elementos biométricos (huellas dactilares, iris, voz, reconocimiento facial, etc), así como en el desarrollo de herramientas de explotación de bases de datos y el diseño de apps para distintos fines (p.e., botones de pánico).

Los resultados de toda esa inversión han sido menos que espectaculares, por decirlo suavemente.

Muchas de las herramientas desarrolladas hace pocos años ya son obsoletas. Mucho del equipo adquirido no funciona por falta de mantenimiento. En varios casos, la instalación de tecnología no vino acompañada de la capacitación debida al personal. O se integró mal a los procesos de las dependencias y el equipo acabó arrumbado o subutilizado.

Peor aún, no hay mucha evidencia de que la inversión en fierros haya redundado en mejoras notables en el entorno de seguridad. Las evaluaciones de impacto en esta materia son escasas, por decirlo de manera generosa.

Y ese es el problema de fondo: se invierte y se invierte en soluciones tecnológicas, sin que los gobiernos se hagan preguntas básicas sobre su utilidad. Se compran fierros porque son más fácil de justificar y más lucidores con el público que, por ejemplo, invertir en la capacitación de los policías.

En resumen, está muy bien que se busque invertir en tecnología. Estaría mejor si eso viniera acompañado con un compromiso con la evaluación sistemática. Sí a los fierros, pero a los que sirvan, no a los que luzcan