La amabilidad de los extraños
Por Sabina Berman
Dormía en el cuartito de la sirvienta. Cuidaba un hogar que no era de su propiedad. Había dado de comer durante años a dos niños que ya eran adolescentes y que no eran sus hijos. Y adoraba a la dueña de todo, a Marisol, que no era nada suyo, ni parienta remota.
No era tonta. Era una santa. En el origen lato de la palabra. No hacía el Mal a nadie. Nunca. Le habían dicho de niña que solo hiciera el Bien y ella obedecía ese mandato simple, en cada gesto, a cada paso. Recién había cruzado la frontera de los 50 años cuando conoció a Pedro, ancho, voluminoso, moreno, en la miscelánea de la esquina. Le hizo gracia llegarle al pecho a ese hombresote.
Salieron el domingo a bailar danzón. Él la llevó de vuelta a la casa en un taxi. En el trayecto le dijo que tenía dinero, era plomero en Brooklyn, era viudo y se regresaba al día siguiente al otro lado por el túnel subterráneo que cruza de la ciudad de Puebla a Nueva York. Cuando el taxi se detuvo, Pedro escribió en un bloquecito sus datos. Su teléfono y su dirección. Le dio la hojita.
-¿Vendrías a Brooklyn a ser mi novia? -le preguntó.
-Tengo mis ahorros -respondió ella. -Déjame ver si me alcanza. -¿Cuánto son?
-¿Mis ahorros? Como cincuenta mil pesos -dijo ella orgullosa.
Él le puso un beso en los labios y ella se bajó del taxi mareada. Hablaron cada domingo en la noche por teléfono, él pagaba las largas distancias, eso durante medio año. Para marzo, Marianita le pidió a Marisol permiso para irse del otro lado a formar su propio hogar con Pedro.
-Estuviste con él un día -le dijo Marisol. -¿Qué pasa si es un malandrín? ¿Qué pasa si no se ajustan bien uno con el otro?
Marianita cerró los ojos y dijo: -Diosito, por favor no. -¿Y cómo vas a cruzar la frontera?
-Por el túnel de los poblanos -dijo Marianita.
Esta es una historia verdadera. No tengo el tamaño del corazón de Marianita para inventar lo que ocurrió a continuación. Marianita sacó de entre los dos colchones de su cama sus ahorros.
Una bolsa de plástico con billetes chicos y monedas. Marisol la llevó a la central de camiones y le dio otra hojita con otra dirección en Nueva York, “por si el tal Pedro se desaparece”.
De Puebla, Marianita se encarriló por El Túnel -el sistema migratorio clandestino que los artesanos poblanos mantienen entre Puebla y Nueva York- y apareció un día de lluvia en una calle flanqueada de rascacielos de la Gran Manzana. Fue entonces que hurgó en la bolsa de su vestido de terlenka rojo y no encontró la hojita con la dirección de Pedro. Solo encontró la de Cecilia Goldberg, la amiga de Marisol.
Cecilia le ofreció trabajo de sirvienta y Marianita aceptó. Al quinceavo día, le servía la cena, un plato con tacos de carne deshebrada, cuando agarró suficiente valor para contarle de Pedro.
-¿Pedro qué? ¿Qué apellido tiene? -Gómez. -Estás gruesa -dijo Cecilia.
Habían ocho mil Pedros Gómez en la guía telefónica de Brooklyn y Marianita no sabía su segundo apellido.
-Eso lo tienen solo los ricos -dijo desolada.
Pero sí se acordaba dónde vivía precisamente Pedro.
-En un edificio junto a una avenida de cuatro carriles.
Esa misma noche Cecilia se la llevó en su automóvil a Brooklyn. De noche la gente está en su casa, razonó. Había marcado con plumón rojo cada avenida del condado y empezó por orden numérico a recorrerlas. A cada cuadra Marianita se bajaba en la esquina y gritaba:
-¡Pedro! ¡Ya llegué!
En el cruce de Church Avenue con la calle 13 una voz le contestó a Marianita desde un balcón de un segundo piso:
-¡Acá ando!
Era Pedro y luego de contestar se quedó petrificado. Después, se dio media vuelta y desapareció. Pasaron varios minutos en los que Cecilia pensó que por lo menos la búsqueda había acabado. Ahora vendría el maldito desgraciado a decirle que tenía una esposa y cinco chamacos. Pedro salió a la calle, caminando despacio y sin alzar los ojos, mirándose los zapatotes negros. Al detenerse ante Marianita, que le llegaba todavía a nivel del pecho, dijo, con toda la vergüenza del mundo sobre los hombros encorvados:
-Soy muy feliz que estés acá.
Bajó la cabeza suficiente para ponerle un beso en la boca a su amada. Eso ocurrió hace 20 años. Para ahora Cecilia ya tiene un hijo y regresó a México y Marianita vive en Brooklyn con Pedro y todavía guarda entre dos colchones sus ahorros, que ahora son en dólares.