Termina un año que ha sido, en muchos sentidos, un año horrible. Lleno de ejemplos de asuntos que no quisiéramos que se repitan. De continuidad de las equivocaciones y las necedades, de autoritarismo y sumisión. Este ha sido un año lleno de ilegalidad y simulación en lo político, de conductas erróneas en todos los partidos y de malas noticias en lo social. La salud mal y la educación también. Los programas de combate a la pobreza, impulso al empleo y mejoría del ingreso laboral, con magros resultados.
Este será el año de las crónicas de falta de cumplimiento de la ley electoral por parte de seis de los partidos en la elección de sus abanderadas; de la simulación para llegar al resultado previamente conocido en las dos alianzas de tres partidos; de la falta de respeto con las supuestas precampañas por parte de candidatos únicos. Será también la crónica de las indecisiones del otro partido, el que inicialmente cumplió la ley, para hacer un ejercicio democrático político-ciudadano y encontrar a su abanderado con apego a lo deseable.
Una de las graves preocupaciones que nos dejará el año que recién terminó, es el comportamiento de las dos instituciones responsabilizadas de organizar y calificar la elección más grande e importante de nuestra historia: el Instituto Nacional Electoral y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.
En el primero de los casos su triste papel ha consistido en ver como se viola impúdicamente la legislación, sin tomar cartas en el asunto e incluso con su aprobación de lo indebido. En el segundo caso por montar una comedia de lucha de posiciones que solo genera duda y suspicacia en las razones y los compromisos adquiridos.
Nada de eso abona en favor de la democracia, la legalidad y la certidumbre. Hay que decirlo con toda claridad, los partidos políticos le han fallado al país. No hay uno que se salve de este señalamiento. La democracia no mejorará si los partidos no tienen un cambio radical. Tienen que promover la democracia interna; buscar fórmulas para estimular el interés y la participación de los ciudadanos; rendir cuentas a la sociedad; cumplir cabalmente con la ley; tener consistencia en su marco doctrinario, y presentar propuestas viables para atender los asuntos nacionales.
En especial, los partidos deben renunciar a que alguien los “posea” a estas alturas del desarrollo político, ya que, como se define en la ley, “son entidades de interés público… y tienen como fin promover la participación del pueblo en la vida democrática, contribuir a la integración de los órganos de representación política y, como organizaciones de ciudadanos, hacer posible el acceso de estos al ejercicio del poder público”.
Es claro que no deberían existir “dueños” de los mismos. Ni siquiera es el caso de permitir que existan arrendatarios con derecho de uso pleno de esas instituciones. Por desgracia todos los partidos nacionales están en esa penosa realidad. Aún más, sucede en algunos que, desde su fundación y después de dos o más décadas, siguen como “propietarios” las mismas personas o camarillas. Todo esto debe cambiar por el bien de México.