Los embarazos en menores de edad suman diversas lacras: patanes que violan a pequeñas —exponerlos en los zócalos sería justo y adecuado—, cómplices que saben y no denuncian, médicos cobijados por ser objetores de conciencia y que no facilitan el aborto en ninguna circunstancia —como sucede hoy con indígenas encarceladas en Guanajuato—, políticos infinitamente patanes —no les cuesta trabajo serlo— aliados al Poder económico y arrodillados ante la Iglesia, así como devotos religiosos que ofrecen responsabilizarse del crío en lugar de recoger a recién nacidos abandonados en basureros cuyas vidas novidas son realidad en las crudas calles de Latinoamérica.
Encabezados y noticias periodísticas retratan esa abominable realidad: “Paraguay impide abortar a una niña de 10 años que violó su padrastro”; “Alerta embarazo precoz en Coahuila: ‘Nuestras niñas están teniendo niños”; “Treinta por ciento de los embarazos en El Salvador son de niñas y adolescentes”; “Polémica por el caso de una niña de 11 años embarazada. La Justicia deberá resolver si autoriza o no que se realice un aborto”; “El nuevo embarazo de Rosita en la trama de impunidad de Nicaragua.
Rosita, la niña a quien un aborto terapéutico le salvó la vida cuando tenía nueve años, ha sido revictimizada y a los 14 años de edad aparece como madre de una bebé de 19 meses”. Recogí las notas previas en periódicos latinoamericanos viejos. Fin arbitrario: En la Red pueden leerse muchas, demasiadas, notas similares.
Las discusiones sobre el derecho o no a abortar son viejas. Dos posturas resumen la situación: El derecho que tiene la mujer para decidir sobre su cuerpo y el valor de la vida del feto. Cuando se trata de niñas embarazadas se agrega otro brete, mucho más complicado: La obligación de la sociedad hacia las menores de edad. Si ellas no tienen un valor preponderante en este mundo que se cae a pedazos, entonces, ¿quiénes? Junto con la ancestral polémica entre grupos “pro vida”, y “pro decisión”, el meollo del asunto son las sinrazones subyacentes de los embarazos en menores de edad y los argumentos irracionales de quienes en América Latina no facilitan el aborto. Nuevamente la suma deviene monstruos inmorales.
La inmensa mayoría de las pequeñas embarazadas son pobres o muy pobres. He escrito con frecuencia que la pobreza es una enfermedad. Todas las lacras de la miseria, familias traumatizadas, inoperantes, carencia de protección social, trabajo en la calle y exposición, sin protección alguna, a jóvenes o adultos masculinos atentan contra seres indefensos y facilitan la violencia. Embarazar a una menor de edad es uno de los cúlmenes de la violencia.
En Latinoamérica, la normativa sobre el aborto es, a nivel mundial, una de las más restrictivas. Varios países, incluso los llamados de izquierda como Nicaragua, cuyo abominable traidor y nauseabundo personero, Daniel Ortega, lo prohíben sin importar si la razón fue violación, si la salud de la madre está en peligro o si el bebé tiene malformaciones incompatibles con la vida.
El riesgo de muerte en menores de 16 años es cuatro veces mayor que en mujeres entre 20 y 30 años. Supongo —no conozco ningún estudio— que en menores de edad el riesgo aumenta. Hacia las pequeñas, la responsabilidad de la sociedad debería ser absoluta. Su imposibilidad para defenderse y decidir obligan.