4 de Mayo de 2024

Mejor que lo pague Slim

Por Sabina Berman

Sucedió cuando los pisos de los cuatro largos corredores del gigantesco aeropuerto con forma de X estaban ya edificados, pero aún carecían de techos y terminados interiores: las ciudadanas y los ciudadanos tuvieron a bien elegir para presidir el gobierno a un señor de pelo blanco que había viajado fuera del país solo tres veces y que de inmediato declaró:

-El gigantesco aeropuerto no va. No le veo la urgencia. Fue entonces que el Hombre Más Rico del Mundo supo que le correspondía salvar al proyecto. Era su contratista mayor y su nombre había servido de garantía a otros contratistas.

Este billonario, de cuyo nombre no debo acordarme acá, pues me cortarían el teléfono, (él es el dueño de todos los teléfonos del país), me prohibirían la entrada a la mitad de las cafeterías y las tiendas del país, (también él es su dueño), y tal vez se me exiliaría de mi propia patria, (se rumora que el cielo que cubre el territorio nacional es de su propiedad), llamó por teléfono al próximo presidente y le dijo:

-Hola. Soy Carlos Slim- y le pidió de inmediato una cita para hablarle de las bondades de la obra.

-En suma, presidente -dijo dos días más tarde, para cerrar su pausada y tranquila exposición- el gigantesco aeropuerto será una nodo para los enlaces aéreos internacionales, a la vez que un puerto de entrada majestuoso para el país y detonará la economía nacional.

Con igual parsimonia el próximo presidente le contestó:

-Si es tan buena la inversión, don Carlos, páguelo usted, por favor. Y opérelo como una concesión. Yo no puedo arriesgar tantos miles de millones del pueblo en esa obra.

Al Hombre Más Rico del Mundo no se le movió un músculo en el rostro. No le gustaba ni la violencia ni la polémica. Con minuciosa paciencia apagó la grabadora con que había grabado la conversación, guardó en la bolsa de su saco el chip donde se había grabado, guardó el aparato en su caja de cartón, y la entregó a un asistente para que la regresara a los anaqueles de la tienda de donde la había tomado prestada. Si el próximo presidente era ahorrativo, él lo era un par de grados más.

Esa mañana fría y de cielo nublado, los obreros y los artesanos vecinos a la kilométrica construcción, todavía de puro cemento blanco, se apostaron en su entrada principal para esperar la llegada del Hombre Más Rico del Mundo. Uno de ellos había tenido la feliz ocurrencia de que cada uno, hombre o mujer, llevara una cachucha azul cobalto -el color del logo del grupo de empresas de él. Al verlo descender de su camioneta al asfalto, voluminoso y sereno en su traje azul oscuro, aplaudieron, y al verlo encaminarse con su paso lento al interior, agitaron las cachuchas azules en el aire, sin que él se volviese a verlos.

Don Carlos caminó por el largo corredor de cemento flanqueado de varas de fierro de uno de los brazos de la X, a un lado caminaba su yerno, el constructor principal del proyecto, y tras él el resto de los contratistas, cada uno acompañado por su propio yerno: formaban un numeroso contingente de señores de trajes azules y corbatas negras, todos siguiendo el paso lento de su líder, don Carlos.

-A ver, Elías -se detuvo don Carlos, señaló una marca de cal que cruzaba el corredor, y tras él se detuvo el ejército de empresarios -¿Qué diablos es esto?

Todavía vendría lo peor. El primer trueno retumbó. Las primeras gotas le cayeron encima de la cabeza porque el aeropuerto gigantesco todavía no tenía techo. La lluvia arreció y su tamborileo sonó a lo largo de los anchos y largos y vacíos corredores de la enorme X de cemento.

-¿Corremos afuera? -preguntó el yerno.

-Da igual -respondió el Hombre Más Rico del Mundo. -La salida está tan lejos que cuando lleguemos ya estaremos ensopados. Mejor nos empapamos tranquilos y mañana cancelamos esta pesadilla.

Fue cuando lo escucharon. Al principio parecía que una lluvia más tupida avanzaba por el corredor al que daba la mirada de don Carlos: no, eran los pasos de una multitud colorida que llegaba: los vecinos del proyecto, con sus cachuchas azules y sosteniendo paraguas de colores, rojos, azules, negros, naranjas, y al frente venía un señor de mayor edad en pantalones vaqueros, que llevaba en una mano un paraguas verde y en la otra mano encerraba la pequeña mano de una niña.

-Qué suerte que lo vimos entrar -alzó la voz el hombre por encima de la lluvia y siguió acercándose con una familiaridad misteriosa. -Cuando vimos que llovía vinimos a salvarlo del agua, don Carlos- lo dijo y extendió el brazo para que el paraguas protegiera la cabeza del Hombre Más Rico del Mundo.

Echaron a andar bajo los paraguas, los hombres de traje azul hombro a hombro con los obreros y artesanos, y no bien habían caminado unos minutos el hombre que cubría con su paraguas verde a don Carlos, abrió la conversación:

-A ver, ingeniero -dijo alto, para agujerar con la voz el ruido de la lluvia-, cuéntenos cómo quedará el aeropuerto. Después de todo nosotros y nuestros hijos vamos a trabajar acá dentro, como usted se imagina.

El Hombre Más Rico del Mundo no se atrevió a responderle que no habría tal aeropuerto, que él no construía adefesios que tapaban el profundo agujero de una deuda abismal, que para colmo ya no podría ser pública, es decir: endosada al país, y por pura compasión empezó a improvisar.

-Pues mire, de acá hasta allá lejos estará todo cubierto de mármol verde de Oaxaca.

-¡Aaah! -Escuchó la exclamación de asombro de los lugareños.