En la casa que habitara en la última etapa de su vida en el Puerto de Veracruz, Flor Ruiz Campos recordó a su padre como un hombre excepcional, político, patriota, gran estadista y sobre todo “muy jarocho”; fue un mexicano que consagró su vida a servir al país.
Mencionó que don Adolfo, como la gente lo llamaba, fue un ejemplo de rectitud y honradez, “nació tres meses después de que su padre había muerto, desde muy joven tuvo que tomar en sus manos el compromiso de velar por el bienestar de su madre y su hermana, a quienes amó entrañablemente”.
Indicó que “creció porteño y nunca dejó de serlo, se cuidaba de los aires cruzados, siempre usaba camiseta y sombrero, gozaba de largas caminatas y cuando se metía al mar se alejaba de la orilla bastante, nadaba muy bien y un día le pregunté por qué se iba tan lejos, y con esa sonrisa de lado, tan encantadora, me contestó: “doña Flor, para poder disfrutar de algo que a uno le gusta hay que conocerlo a fondo, por eso conoció tan profundamente todo México, el país que gobernó”.
Afirmó que a pesar de su estrechez económica fue avanzando y sus logros, aunque discretos, lo llevaron adelante en su tarea al servicio de la patria, siempre decía que el honor de servirla era lo mejor que le había pasado en la vida y la amó por encima de cualquier cosa y hasta su último aliento.
“Mi padre nos enseñó, a quienes vivimos junto a él, que el trabajo con honradez, rectitud y discreción, es la clave para ganarse el respeto y la admiración de un pueblo a quien él intentó servir durante toda su vida”.
Dijo que a pesar de que se fue de Veracruz para gobernar el país, jamás se alejó de su tierra. “La esencia de sus raíces lo acompañaron siempre, en una taza de café, una jugada de dominó con los amigos, en su carácter costeño y hasta en alguna canción de Agustín Lara o en las notas de un buen danzón que evocara sus años de juventud en el Puerto”.