22 de Noviembre de 2024

Inecan, sonrisas en la adversidad

 

Yhadira Paredes

Xalapa

Monserrat tiene apenas dos años y diez meses de edad y ya enfrenta la pelea más feroz de su vida: contra el cáncer. Ella yace en una de las ocho camas del primer módulo de la sala de oncopediatría del Instituto Estatal de Cancelorogía (Inecan).

Absorta en sus crayones, su dibujo, sus cuentos, me dirige una mirada, dice apenas “hola” y baja la mirada. No quiere hablar, no lo desea, no se le da la gana.

Pero su abuela, Marbella Coto Hernández, una joven mujer que hace el papel de madre de Monse en sustitución de su madre biológica quien se encuentra en Cancún desde que la pequeña Monserrat tenía apenas tres meses—, sí tiene algo que decir:

Monse tiene leucemia, se la detectaron hace más de tres meses. Ha respondido muy bien, gracias a Dios”, comenta mientras no pierde de vista a su hija, quien de vez en vez voltea, me ve y ve a su mamá.

En voz baja, la mujer comenta que a ella le sorprende la capacidad que tiene su pequeña de sonreír a pesar de la adversidad: “Si ella sonríe, ¿con qué derecho yo puedo sentarme a llorar y quejarme de nuestra desgracia?”, reflexiona.

“Mi niña me da para seguir viviendo. Es complicado y doloroso, pero gracias a Dios, pidiéndole a Dios fortaleza, sabemos aguantar”.

Originarias de la comunidad de Sabanita, en el municipio de Santiago Tuxtla en la zona sur del estado, narra que estuvieron un mes y medio en uno de los aislados, para que después fuera dada de alta.

“Desde ahí vamos y venimos. Y ahorita estamos en proceso de quimioterapia. Vamos bien, y aquí seguiremos luchando contra la enfermedad”.

 

Médicos, parte de la familia de los menores

 

Son las 10:45 horas de la mañana de un miércoles cualquiera. Me subo al elevador del Instituto Estatal de Cancerología de Veracruz y oprimo, un poco acongojada, el número cuatro: el cuarto piso de donde está la cama 53 a la 76. Un piso arriba se abre la puerta del elevador y se sube en camilla una chica, no más de 14 años; dos enfermeras que regresan de tomar un café la saludan, de la misma forma en que se saluda a un viejo conocido: “Hola, ya estás aquí. Al rato subo a verte”, “Señora, cómo han estado”, le dice una de ellas, la más alta, a su mamá.

Llego a mi destino, me bajo del elevador y llego a la recepción. Pregunto por la doctora encargada, con quien tenía programada una cita. Espero. Veo a los padres de la chica del elevador llegar al mismo lugar que yo, con una almohada, un cobertor en la mano, una pequeña mochila que lleva lo necesario para hacer la estancia de “su paciente”, su hija, más agradable o menos desagradable al interior del hospital.

Unos minutos después sale la doctora Ethel Jaimes Reyes, menuda, muy joven, pero toda una experta en la atención de oncología pediátrica, responsable de la sala y de todo y todos quienes llegan ahí: hematóloga pediatra.

Al entrar a la sala, toda aséptica, miro a la derecha: un grupo de padres y familiares escucha atentamente la charla de una psicóloga que hace enormes esfuerzos para que entiendan que la enfermedad de sus hijos no es su culpa, para que acepten que son ellos la fortaleza de esos pequeños guerreros.

Entro a la oficina de la doctora Ethel y comienza la charla. La pregunta obligada: ¿cuántos niños se atienden en el ahora Instituto Estatal de Cancerología?

“Bueno, tenemos un promedio de niños de nuevo diagnóstico que asciende en las últimas estadísticas a unos 60 o 70 con diagnóstico nuevo de cáncer. Y tenemos una población cautiva entre los niños que están en tratamiento o que están en vigilancia de unos 700 u 800 niños en el histórico.”

Las edades, me explica, comprenden entre los 0 meses hasta 18 años con problemas oncológicos; en 60 por ciento de los casos se trata de tumores sólidos como los linfomas, tumores del sistema nervioso central, tumores óseos, y el otro 40 por ciento se dividen entre leucemias agudas.

Poco a poco empieza hablar de lo que viven las familias con un niño con cáncer. Se detiene y agradece de antemano a todos y cada uno de los patronatos de la sociedad civil que ayudan a las familias a mantenerse en la capital del estado mientras su pequeño se encuentra hospitalizado, porque la situación, asegura, no es fácil.

Respecto del festejo que se hará este 30 de abril en el marco del Día del Niño, dice que en el INE éste no pasará desapercibido, por lo que literalmente se tirará la casa por la ventana, ya que se entregarán juguetes, dulces y se llevará a cabo un show artístico.

“Hay que recordar que a pesar de librar una batalla, ellos por lo regular siempre tienen lugar para una sonrisa. Los niños son muy nobles, nobles en el sentido de que están apegados a su tratamiento. Muchos de ellos hablan abiertamente de su enfermedad, inclusive saben qué les toca de medicamento”.

Son niños que van a la escuela, dice, y la mayoría son los mejores en sus centros escolares: son punta de lanza motivacional para otros niños. “Se tienen pequeños que ahora son estudiantes universitarios o que ya tienen una profesión, que regresan tiempo después a presentarnos a sus pequeños hijos”.

—¿Qué tan difícil es para el personal de salud, a pesar de los años de preparación, enfrentarse al golpe de un niño enfermo?

—Yo quiero comentar que el trabajo que realizamos es realmente multidisciplinario —respira profundamente—. La cara que se da a conocer al público es la del médico tratante, pero en realidad es un trabajo que se divide: tenemos nutriólogos pediatras, tanatologos, enfermeros pediatras… De manera que, considero, se divide el trabajo y por lo tanto se dividen las emociones.

 

 

Y es que —continúa— cuando un niño se va a su casa sano es satisfactorio, pero cuando un niño se va porque no pudimos vencer a esta enfermedad es una situación de tristeza generalizada; sin embargo, ese mismo día uno tiene la capacidad de reponerse y seguir luchando por los niños que siguen aquí. Es un compromiso con los niños, todos: la enfermera, el nutriólogo, la psicóloga, los médicos, el personal que ayuda; es un trabajo de equipo y eso te hace fuerte en el momento en que se vive una tristeza.