La confianza es un tema de suma importancia en todas las esferas, ya que es un fenómeno incrustado tanto en las relaciones entre personas, actores y empresas como dentro de la vida de cada una de ellas. Sin embargo, por el riesgo que supone la dependencia en el tiempo la misma da pie a los abusos; por consiguiente, la confianza es deseable, pero supone un riesgo.
Es una palabra generalmente acompañada de los más diversos calificativos, así que no sorprende conocer que para muchos la confianza, por más omnipresente que sea, es un concepto que no deja de ser evasivo.
La relación México-Estados Unidos está pasando por una crisis latente de confianza. Los desafíos del vínculo bilateral en la actual coyuntura son considerables.
Los caminos entre ambas naciones no parecen estar coordinados con la mira en la meta de mejorar resultados en el combate contra las organizaciones criminales que están poniendo en riesgo no sólo la relación, sino el equilibrio de poder en la región.
La conexión entre ambos países históricamente ha sido interdependiente pero asimétrica y, en época reciente, ambigua y contradictoria, pero en tiempos de la cuatroté dicha ambigüedad se ha vuelto peligrosa y pronunciada para el interés estratégico bilateral.
El veredicto unánime en la Corte de Brooklyn, Nueva York, hace unos días sobre la culpabilidad de García Luna, puede ser el principio del fin o el fin del principio respecto a la necesidad de un replanteamiento sobre la cooperación mutua en seguridad nacional que pasa por un mínimo índice de confianza. En el banquillo de los acusados se sentó un precedente que vulneró la misma y ha lastimado aún más la cooperación bilateral.
En plena carrera sucesoria el gobierno de los Estados Unidos exhibió una estrategia en su hoja de ruta de ir no sólo contra las cabezas del narcotráfico sino además ir (tras)tocando ciertos nervios dentro del gobierno mexicano.
La condena contra el exsecretario de Seguridad Pública Federal condecorado, respaldado por altos funcionarios y agencias estadunidenses y cuyas presuntas conductas de corrupción fueron conocidas y analizadas por lo menos una década antes de ser detenido en Miami, Florida, da pie a varias profundas lecturas, pero una fundamental: el exsecretario de la Defensa Nacional, el general Salvador Cienfuegos, habría corrido la misma suerte.
Con esas dos detenciones, Estados Unidos puso en el ojo del huracán del narcotráfico al Estado mexicano. El general divisionario fue rescatado por López Obrador ante una brutal presión verde olivo abonando de paso a una ruptura importante en la cooperación institucional —que ha sido condenada y denunciada por la DEA— contra las grandes organizaciones delictivas.
Las secuelas del juicio en Brooklyn distan aún de ser sopesadas con un análisis crítico y estratégico por parte del presidente López Obrador, su gabinete de seguridad y el rebaño moreno aplaudidor. La onda expansiva y sus lesiones políticas no han sido medidas en su justa dimensión. En ese juicio donde delincuentes con caretas de testigos protegidos testificaron tocando fibras que golpearon líneas de flotación castrense, del aparato de justicia y de la esfera política mexicana parecen ser la punta del iceberg de investigaciones por lavado de dinero, corrupción y narcotráfico de un listado de personas de interés para el gobierno de los Estados Unidos.
México se coloca en el centro de dos peligrosas narrativas; la primera sobre el empoderamiento del narco y sus implicaciones en la esfera política civil-militar y la segunda, el embate al INE que pone la democracia mexicana en riesgo.
El margen de maniobra para esta administración se está volviendo estrecho, muy estrecho.
Y esto apenas empieza.