¿Recuerda usted cuando se hablaba de las posibilidades de transformación que podría generar en materia de derechos humanos el nuevo gobierno? La idiosincrasia de la sociedad en 2018 respecto a lo que significaba materializar compromisos de atención y reparación a víctimas, búsqueda, generación de verdad y memoria no se agotaba solamente en las promesas de campaña de Andrés Manuel López Obrador, sino que había entre su gabinete legal y ampliado algunos líderes políticos y sociales que avivaban, ya sea por congruencia o trayectoria la esperanza de que las cosas serían radicalmente diferentes. Uno de esos personajes era Alejandro Encinas Rodríguez.
Un político del tamaño de su jefe, que no necesitaba pedirle permiso a Olga Sánchez Cordero para hablar con él; no precisamente por saltarse la investidura de la entonces secretaria de Gobernación, sino porque su trayectoria como amigo y compañero de Andrés Manuel le daban la legitimidad para hacerlo. Tan es así, que la operación y materialización del primer acto de gobierno del presidente –la firma del compromiso de resolver el caso Ayotzinapa– así como toda la política de derechos humanos se le encargó directamente a Encinas, sin intermediarios.
Por eso el espionaje del cual fue víctima es sumamente grave, no sólo porque las fuerzas armadas incurran en el delito de espiar a un funcionario público de ese nivel, sino por la débil reacción que el presidente mostró, en la mañanera del pasado martes, ante el hecho: “Le dije que no le diera importancia porque no había ninguna intención de espiar a nadie”.
En varios momentos del sexenio parecía que Alejandro Encinas tenía margen de maniobra en lo que respecta a la política de derechos humanos, por ejemplo, en la creación de la Comisión de Amnistía, la política del Registro Nacional de Población y el funcionamiento (es un decir) del Mecanismo de Protección a Periodistas. Pero con la respuesta del presidente sobre el espionaje de las fuerzas armadas de quien él es el Jefe Supremo, queda en evidencia que las decisiones se han tomado en Palacio Nacional tienen una sola prioridad: cuidar la imagen del Ejército. Por eso, ni en el caso Ayotzinapa, ni en la política de derechos humanos se han invertido recursos y estrategias serias para dar con la verdad.
No conocemos de forma exacta la conversación entre Encinas y López Obrador, pero si el presidente respondió minimizando públicamente la intromisión del Ejército en la vida privada del subsecretario es porque la aprueba. Entonces no resulta descabellado entender que las conversaciones sobre la participación del Ejército en Iguala, sobre las ejecuciones en Nuevo Laredo, sobre el propio espionaje a personas defensoras y periodistas, o sobre las consecuencias de la militarización en el respeto a los derechos humanos a estas alturas sean un asunto menor para el Presidente.
Encinas podría ser una víctima en todo este entuerto, pero sus decisiones también lo evidencian, no son tropezones de improvisación. Más parecen acciones de cumplimiento a una instrucción: como irle a ofrecer impunidad a Tomás Zerón hasta Israel, reconocer que las evidencias del Informe del caso presentado en septiembre pasado estaban invalidadas, su silencio frente a la cancelación de órdenes de aprehensión de decenas de militares o la poca incidencia para detener la militarización en la política migratoria. Todo, para no tocar a los intocables.
Sumado a la postura casi testimonial que tiene hoy; si antes no necesitaba ni informar a Olga Sánchez Cordero para ver al presidente, ahora no puede ni acordar con Adán Augusto, el secretario de Gobernación, lo que anteriormente era una demostración de poder de decisión en posiciones estratégicas. Sin irnos más lejos, ni siquiera fue señalado como responsable de lo sucedido con los migrantes en Ciudad Juárez, simplemente porque nadie se acordó que él es subsecretario de Migración y Derechos Humanos.
Con la impunidad cantada al espionaje de un funcionario de alto nivel queda reafirmada la impunidad en los casos donde está involucrado el Ejército mexicano. Porque si el caso del funcionario que se encuentra en el escalón más alto no es atajado, los escalones inferiores tampoco se pueden barrer; siguiendo las propias palabras del presidente de que las escaleras se barren de arriba para abajo.
La esperanza que en 2018 tenían las víctimas de violaciones de derechos humanos y las organizaciones que se dedican al tema ha quedado sepultada con un subsecretario de Derechos Humanos que ha pasado a formar parte de esas víctimas no escuchadas y silenciadas. Ni la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas se ha pronunciado sobre la violación a derechos humanos de la que ahora él mismo es víctima. ¿Qué lo motiva a permanecer ahí? ¿Hasta dónde alcanza la unidad de medida de su dignidad para presentar una renuncia?
Lo que representa su caso es suficiente para resquebrajar cualquier argumento de que en materia de derechos humanos con “ellos” vendrían tiempos mejores.