Vi sobre una mesa del Archivo de Notarías el testamento del sabio novohispano Carlos de Sigüenza y Góngora, muerto en 1700: además de una extensa biblioteca formada por libros “de los más exquisitos que hay”, Sigüenza legaba a la Compañía de Jesús una quijada, “con una muela de elefante que se sacó pocos años ha de la obra del desagüe de Huehuetoca” (el sabio creía que el elefante del que provenía la quijada, en realidad, un mamut, era “de los que se ahogaron en tiempos del Diluvio”).
Vi en otra mesa del Archivo Histórico de la Ciudad de México las actas más antiguas del Cabildo, los documentos más viejos de esta metrópoli, en una de cuyas páginas Sigüenza, “cosmógrafo de Su Majestad”, había anotado, con bella y pulcra letra garigoleada, que el 8 de junio de 1692 él con sus propias manos había salvado del fuego los archivos de la ciudad, la noche en que “se amotinó la plebe y quemó el Palacio Real”.
Vi en otra mesa, colocada en el antiguo Convento de San Jerónimo, los restos de una monja de finales del siglo XVII a la que se le habían practicado estudios de biología molecular, para saber si estos pertenecían a Sor Juana Inés de la Cruz.
La historia detrás de aquellos restos era fascinante: sepultados en la iglesia del exconvento, el arqueólogo Arturo Romano Pacheco había encontrado en 1978 más de 200 ataúdes que contenían los esqueletos, algunos de ellos todavía con sus ramos y sus coronas de novicias, de las monjas que habían fallecido en el convento.
Entre esas osamentas estaba la de una mujer, de aproximadamente 46 años de edad, según comprobó Pacheco, que había sido inhumada con sus hábitos de lujo, y la que le habían colocado un gigantesco rosario y un gran medallón en el pecho: los mismos atavíos con que Sor Juana aparecía en el lienzo del pintor oaxaqueño Miguel Cabrera.
“Estamos seguros de que es ella”, me dijo la rectora de la Universidad del Claustro y yo, que desde la juventud me había enamorado de Sor Juana, paladeando sus obras durante el conticinio (como debe ser), quise acariciar su cráneo con la punta del dedo (no sé si lo hice).
Bajo el atrio de la Catedral me arrastré por un pasadizo y encontré lo único que queda de la Catedral que existió antes de la Catedral, de la Catedral primitiva que Hernán Cortés hizo construir en 1532, y que fue demolida un siglo más tarde por oscura y fría. Ahí estaban pedazos de muro pintados de rojo, ahí estaban las baldosas que Cortés y Zumárraga alguna vez habían pisado, y también una escalinata decorada con azulejos en los que habían pintado rostros de querubines.
Vi bajo el atrio de la Catedral los huesos y los cráneos de algunos de los primeros habitantes de la ciudad, que habían sido enterrados en ese sitio porque el atrio de la Catedral fue el primer cementerio que hubo en México. Toqué con la punta del dedo uno de ellos, y luego me pregunté por qué había hecho eso.
Hace 15 años sacamos a la calle por primera vez las cámaras de El Foco, el programa que conduzco desde el año 2008 en ADN40.
Comenzamos a caminar la ciudad, y desde entonces la hemos recorrido desde las alturas, como el día en el que anduvimos jugando al hombre-mosca en los techos, las torres y las cúpulas de la Catedral, y también la hemos recorrido de manera subterránea, como ya he contado, o como el día en que el arqueólogo Raúl Barrera nos permitió bajar a grabar el Tzompantli que acababan de descubrir en la calle de Guatemala.
Durante todos estos lustros hemos buscado los secretos de la Muy Noble y Muy Leal. A estas alturas hemos caminado todas las calles del Centro y podría decirse que hemos tocado todos los muros, que hemos atravesado todas las puertas y que nos hemos asomado a todos los patios.
Hemos recorrido iglesias, conventos, colegios, antiguos hospitales. Hemos visitado archivos empolvados en las sacristías, desde los que nos hablaron hombres de otros siglos. Hemos entrado a la cueva en donde según los mexicas se hallaba la entrada del inframundo.
Hemos visto la tumba de Xavier Villaurrutia y hallado olvidada entre la maleza la del querido Ángel de Campo.
Hemos caminado por la ciudad barroca, por la ciudad neoclásica, por los palacios del siglo XIX y por los grandes salones del porfiriato. Hemos visitado los edificios que trajo la Revolución, los edificios de la Modernidad. Hemos ido en bici de Indios Verdes a Ciudad Universitaria. Hemos buscado las historias de Santa María la Ribera, San Rafael, la Tabacalera, la Roma, la Juárez, la Condesa, Las Lomas.
Hemos pateado las calles de la Obrera, la Doctores, la Asturias, la Álamos. Anduvimos por Xochimilco y por el Cerro de la Estrella. Fuimos a Santa Julia, Santo Tomás, Popotla, Azcapotzalco y Tacuba.
Cada semana tocamos un secreto. Cada semana la ciudad se abrió para nosotros. Cada semana nos entregó algo.
Esto fue posible por el cálido recibimiento que hemos recibido del público. Por la entrega de Cynthia Francesconi, Ximena Urrutia y Veka Duncan, las co-conductoras del programa, y por la entrega de Jorge Bazaldúa, Iván Méndez y Verónica Rosas Aranda, nuestros productores.
Fue posible por el apoyo irrestricto, incondicional, de Ricardo y Benjamín Salinas, Luis Armando Melgar y, desde luego, Luciano Pascoe, que es como el padrino de El Foco.
Gracias a ellos y gracias al público nos hemos convertido en el extrañísimo caso de un programa de historia que ha durado 15 años en la televisión mexicana, y en el extrañísimo caso de un programa de historia que domingo a domingo es recibido con entusiasmo en cientos de miles de hogares.
En las fiestas de XV Años se estila ofrecer un discurso para despedir una etapa y dar la bienvenida a otra, completamente nueva.
Este discurso es para agradecer lo que esta ciudad me ha permitido, para agradecer a quienes nos han acompañado y para rogar que nos sigan amparando, favoreciendo, en los domingos de otros años.