El libro comenzaba así: “Detrás de la gran piedra y del pasto, está el mundo en que habito. Siempre vengo a esta parte del jardín por algo que no puedo explicar claramente, aunque lo comprendo”. Lo había dejado olvidado en la sala de mi casa alguno de mis tíos. No recuerdo el año, solo que era la prehistoria de mi vida, aunque lo que sí tengo claro es que desde la página uno tuve la impresión de que aquel escritor que ocultaba su apellido (lo cual me pareció extraordinario) me estaba descifrando, o, mejor dicho: me estaba expresando.
A lo largo de mi trayectoria literaria, que había empezado con las novelas de Salgari y para entonces incluía cuando mucho 20 libros, ningún escritor me había hablado así.
Me encantaban sus palabras compuestas por varias palabras, me encantaba que Pusiera Mayúsculas Donde No Iban, me encantaba que los personajes fueran al café existencialista Glú Glú Esqubidú (en la esquina de mi casa había otro café “existencialista” que se llamaba El Uno), me encantaba que uno de los personajes hubiera llegado a una reunión con cara de qué fantástica está esta fiesta, me encantaba, en fin, cómo hablaba Queta Johnson, la cantante de los Suásticos.
Me encantaban las madrizas de la palomilla en las calles de Narvarte. Me encantaban Violeta y Humberto, los padres del narrador. Me encantaba tanto todo que el mundo se detuvo para mí durante casi 400 páginas.
Recuerdo que en la esquina de mi casa había una farmacia en cuyo mostrador se exhibían algunos libros de la Editorial Novaro, y recuerdo haber visto en aquel exhibidor un pequeño libro del mismo autor que suprimía su apellido: La Tumba. Recuerdo que no lo compré (solo me llamó la atención la portada), y recuerdo que años más tarde se lo robé a mi prima Paty: el ejemplar, que todavía conservo, lleva su nombre escrito con tinta sepia en la portada. Recuerdo también que lo leí en tiempo récord: tal vez el mismo tiempo que le tomó a Juan José Arreola leer el manuscrito original (se dice que hora y media) y tomar la decisión de editarlo.
Yo ignoraba que después de leerlo, Arreola había llamado al autor para decirle: “Considérese un escritor”. Ignoraba que, a los 20 años, el escritor de La Tumba y De Perfil vendía ejemplares por miles (como he dicho, algunos de ellos habían llegado incluso a las farmacias), y me tomaría mucho tiempo saber que Vicente Leñero, Emmanuel Carballo, Joaquín Diez-Canedo, Luis Guillermo Piazza, Francisco Zendejas, Salvador Novo, Efraín Huerta y hasta Ramón Xirau habían hablado maravillas de estos libros.
Lo que puedo decir es que, desde que leí De Perfil, y lo hice prácticamente sin parpadear, José Agustín se convirtió en un fenómeno editorial en mi propia vida. Compré y devoré prácticamente todos sus libros. Había tales poderes en aquellos relatos, era tan potente la voz que hablaba en sus libros, había una suerte de seña de identidad que muchos años después de la aparición de La Onda decenas de escritores se seguían esforzando en escribir como si fueran miembros de La Onda.
Como diría José Agustín: Bu.
Margo Glantz separó la literatura de esos años en dos bandos: la Escritura y La Onda. José Agustín explicaría después: “La Escritura era el muro de contención, formado por Juan García Ponce, Salvador Elizondo y Fernando del Paso, frente a los estragos perniciosos que estábamos causando nosotros (Gustavo Sáinz, Parménides García Saldaña, René Avilés Fábila). La literatura de José Agustín fue absolutamente subestimada por una franja del medio literario: la acusaron de ser taquigrafía, el facilismo total.
“Contra todas las expectativas, he sobrevivido”, relataba José Agustín.
Le preguntaron una vez en una entrevista:
—¿A todo esto, por qué firma solo como José Agustín?
Contestó que se llamaba igual que un tío abuelo: José Agustín Ramírez, y que el problema era que el tío abuelo aquel era autor de canciones tan célebres como “La Sanmarqueña” y “Los caminos del sur”.
—Yo quería brillar por mí mismo —dijo.
Brilló al punto de cambiar el curso de la literatura y hacer que generaciones enteras de escritores procedieran, para bien y para mal, de sus obras. En cada libro escrito en México después de La Tumba, de perfil, de Se está haciendo tarde, de Dos horas de sol… hay una influencia consciente o inconsciente del monstruo literario que fue José Agustín.
Relató una mañana, en su casa de Cuautla, que cuando escribía en la cárcel de Lecumberri la novela Se está haciendo tarde, y lo llamaban al pase de lista, se tardaba cinco o diez minutos en salir del estado de trance en que se hallaba, “de la prendidez que tenía”.
“Al escribir —agregó—, se desata una magia extraordinaria: un estado físico tan bello y especial que a veces siento que hay algo que se está manifestando a través de mí”.
Eso, querido José Agustín, fue precisamente lo que sentí aquel día de mi prehistoria en que la vida llevó hasta mi casa aquel ejemplar de perfil. Que algo completamente nuevamente y extraño procedía de ese libro. Algo que, quienes fuimos tus lectores, tal vez seguimos buscando siempre.