19 de Marzo de 2025

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A ver, pongámonos en contexto.

Estamos en el México de 1883, un país donde la modernidad entra con la misma prisa con la que un burro sube una escalera, Porfirio Díaz manda en la silla grande y la ciencia, esa dama elegante y aburrida, se asoma de a poquito en los cafés, en las tertulias de la alta sociedad y, con suerte, en algún observatorio donde un astrónomo terco y necio decide que su destino es mirar al cielo, no porque espere la iluminación divina, sino porque tiene un telescopio y, pues, hay que darle uso.

Ahí estaba José Árbol y Bonilla, nuestro protagonista, un científico de los buenos, de esos que no se distraen con supersticiones ni con el “Dios lo quiso así”. Él miraba, observaba, anotaba, no tenía tiempo para tonterías. Y un buen día, el 12 de agosto de 1883, se topó con algo que no encajaba en sus libros ni en su entendimiento.

Algo cruzó el sol.

No era un algo pequeñito, ni un pajarito extraviado, eran cientos, oscuros, Extraños, pasando frente al sol como si fueran de paseo.

—Ah, caray —habrá dicho, porque en esos tiempos la gente no decía cosas más coloridas.

Se frotó los ojos, pensó que tal vez era un problema de la lente, tal vez el sueño, tal vez la vista ya no le daba. Pero ahí seguían, cruzando en perfecta formación, como si hubieran decidido hacer fila justo frente a su telescopio.

Bonilla, que no era un improvisado, hizo lo que debía hacer: sacó la cámara y tomó fotografías, lo registró todo, con el método de los que creen en los hechos y no en las habladurías. Horas después, el fenómeno terminó. Bajó del observatorio con sus notas en la mano, con la certeza de que había visto algo que no tenía explicación y ahí empezó la parte más difícil: hacérselo entender a los demás.

Porque aquí es donde México demuestra su talento único para hacer de menos a sus propios genios.

Bonilla presentó sus hallazgos, mostró sus imágenes, do explicaciones y lo que recibió fue un desfile de respuestas que, si no fueran tan ridículas, darían risa.

—Pájaros —le dijeron.

Pájaros. Como si Bonilla, con sus años de experiencia, no supiera distinguir un ave de un fenómeno astronómico. Como si las aves volaran en perfecta sincronía en el espacio.

—Polvo en la lente —dijeron otros.

Polvo. Esa maravilla universal que lo explica todo cuando no se quiere explicar nada. Como si Bonilla no hubiera limpiado su telescopio antes de observar el sol, como si un poco de polvo pudiera organizarse en patrones y moverse como un ejército de sombras celestiales.

—Fragmentos de un cometa —fue la versión más elegante.

Ah, claro. Fragmentos de un cometa que nadie más en el mundo vio. Ni en París, ni en Nueva York, ni en Berlín, ni en ninguna parte donde la ciencia tuviera ojos atentos al cielo. Solo Bonilla, solo Zacatecas,solo su telescopio.

Y así, poco a poco, el misterio se archivó, se dejó en el rincón de las cosas que no importan, de las que no hacen ruido, Bonilla pasó a la historia como una nota al pie, sin medallas, sin homenajes, sin su nombre en las avenidas principales.

Pero aquí estamos, más de un siglo después, y las sombras que vio siguen ahí, en sus fotos, en sus registros, esperando a que alguien las desempolve y se atreva a decir lo que en su tiempo nadie quiso admitir:

Que tal vez, solo tal vez, José Árbol y Bonilla fue el primer hombre en la historia en fotografiar ovnis.

Pero como pasó en México, nadie le creyó.