Turquía y Rusia, una relación “especial”
Jean Meyer
Desde el siglo XVI, la Gran Moscovia, heredera de Bizancio a quien debía la fe ortodoxa y el águila bicéfala, entró en conflicto con el imperio otomano en expansión. El historiador registra doce guerras entre los dos imperios, la última siendo la primera guerra mundial que provocó la desintegración del imperio otomano y el nacimiento de la Turquía contemporánea. Si Pedro el Grande sufrió una derrota, la victoriosa Catalina se apoderó, a fines del siglo XVIII, de lo que hoy es la Ucrania meridional, con la Crimea de los tártaros. En todas las guerras del siglo XIX, Rusia venció y anexó territorios en el Cáucaso. En la última, su ejército llegó a las puertas de Estambul. Uno de los objetivos de Rusia, durante la primera guerra mundial, era nada menos que tomar esa ciudad que los rusos llamaban Tsargrad, la ciudad del zar, y los estrechos estratégicos que controlan el paso del Mediterráneo al Mar Negro.
Cuando Atatürk emprendió la “guerra de independencia”, contra los griegos y los Aliados occidentales, recibió el apoyo de Lenin, en forma de armas y oro; a cambio, los turcos ayudaron a los bolcheviques a conquistar Azerbaiyán, Georgia y Armenia. Eso fue un cambio radical en las relaciones entre los herederos de dos imperios. En 1921 firmaron el tratado que delimitó, hasta la fecha, la frontera entre los dos países: los bolcheviques renunciaron a las provincias armenias conquistadas en el siglo XIX.
Esa alianza momentánea no disipó la desconfianza secular entre turcos y rusos. Atatürk, general jacobino, tenía como modelo la Revolución Francesa y para nada la de bolchevique: prohibió el partido comunista y persiguió rudamente a sus militantes. Durante la Segunda Guerra Mundial, Ankara mantuvo una inteligente neutralidad, vendiendo al mejor postor sus servicios, sin romper con nadie. Con todo y sus simpatías tradicionales por Alemania, Turquía supo terminar del lado de los Aliados occidentales (Estados Unidos, Inglaterra y Francia) que la defendieron cuando, en 1945, un Stalin victorioso pidió la devolución de los territorios abandonados en 1921. Tan se fue del lado de los occidentales, que Turquía entró a la OTAN en 1952, después de manifestar una solidaridad militar efectiva durante la guerra de Corea.
Siempre fiel a la OTAN, Turquía nunca perdió de vista sus intereses nacionales, a la hora de sus conflictos permanentes con Grecia, otro miembro de la OTAN, y manifestó su inconformidad con las dos guerras de EU contra Irak —la antigua provincia otomana de Bagdad— y su propia estrategia en la guerra civil (e internacional) de Siria, a partir de 2011, luego en Libia. Eso explica la relación “especial” con la Rusia de Vladimir Putin. Erdogan llegó al poder en 2003, cuando la invasión de Irak exaltaba un poderoso antiamericanismo turco. Hábilmente, Putin llegó a Ankara en visita oficial, acompañado por el famoso Alexander Dugin, el teórico del “eurasianismo”, doctrina ultranacionalista, ideada en los años 1920 por los rusos en exilio. Putin y su consejero entendían perfectamente que apoyar a Turquía era debilitar al odiado Occidente en el Mediterráneo.
Moscú activó la cooperación económica y militar, pero las relaciones nunca fueron de confianza: Erdogan no aceptó la guerra relámpago contra Georgia y, desde el principio de la crisis ruso-ucraniana (2004, luego 2013-2014), apoyó a Kyiv. No reconoce la anexión de Crimea, defiende a los tártaros, abastece ahora al ejército ucraniano con los famosos y temibles drones turcos, ha cerrado, desde el primer día de la “operación militar especial”, los estrechos a la Armada rusa, de manera que sus buques no pueden salir del Mediterráneo para reforzar la flota del Mar Negro. Sin contar el apoyo decisivo que Erdogan dio, en 2020, a Azerbaiyán para derrotar a Armenia. Sin contar la presencia militar turca en Siria y Libia que contraria las ambiciones rusas. El realismo político turco es impresionante.