Dos sacerdotes que sembraron paz entre la violencia
JAVIER RODRÍGUEZ
Los jesuitas Javier Campos Morales y Joaquín Mora Salazar sirvieron casi 50 años en el poblado de Cerocahui, en la Sierra Tarahumara de Chihuahua. Estos sacerdotes formaron parte de una tradición misionera de casi 350 años en la región. Lamentablemente, su misión en esta tierra terminó abruptamente cuando fueron asesinados esta semana.
El 20 de junio por la tarde, un hombre herido que era perseguido por personas armadas entró a la iglesia de San Francisco Javier. Los padres Javier y Joaquín corrieron al escuchar los balazos; uno de ellos no dudó en auxiliar al hombre herido, mientras que el otro intentó acercarse a quien portaba el arma, en un intento por razonar con él. Sin embargo, los tres fueron asesinados sin piedad, en cuestión de segundos. Tras la matanza, los criminales se llevaron los cadáveres.
Este crimen se suma a la ola de violencia que enfrenta México. Específicamente en la Sierra Tarahumara, los enfrentamientos del crimen organizado han dejado un saldo de al menos 30 líderes indígenas asesinados y cientos de familias desplazadas en los últimos 20 años, de acuerdo con lo investigado por la periodista Patricia Mayorga.
Según el Informe 2021 sobre Libertad Religiosa, México no es considerado un país de riesgo para los religiosos; sin embargo, en los últimos años el crimen organizado ha obstaculizado la labor de los sacerdotes, especialmente en zonas de fuego cruzado como Aguililla, Michoacán, que he abordado en este mismo espacio.
En palabras de Francisco Moriel Herrera, sacerdote de la diócesis Tarahumara, los padres Javier y Joaquín no eran “curitas de sacristía”: eran verdaderos amigos, hermanos y compañeros de camino. Eran sacerdotes de una Iglesia que sale a las calles, que asume un compromiso real con los más necesitados, que se desgasta la suela de los zapatos y que escucha con los oídos del corazón.
El jesuita Joaquín Mora, el padre Morita, será recordado por hacer que todos se sintieran en casa en la Iglesia. El padre Morita se acercaba y ofrecía consuelo incluso de aquellos que tomaron el camino de la delincuencia.
El sacerdote Javier Campos, conocido por sus hermanos como el padre Gallo, era el Superior de la Misión Jesuita en la Sierra Tarahumara y un enamorado de la cultura rarámuri: hablaba tarahumara, sabía los bailes de la cultura, conocía su cosmovisión, visitaba las casas de las familias y dirigía a los sacerdotes en el rito de celebración que se realiza en la zona.
Fallecieron como vivieron: cumpliendo su misión de auxiliar al necesitado y sembrar la paz en medio del conflicto. Como ha pedido el P. Hernán Quezada, Delegado de la Formación de los jesuitas en México: que su sangre sea fermento de paz.