24 de Noviembre de 2024

Darwin y las abejas

SABINA BERMAN

Una mañana de primavera, una carroza tirada por cuatro pares sucesivos de caballos negros, llegó a la granja de Charles Darwin. El secretario que bajó de la carroza traía un solo objeto para el biólogo. Un libro. El Nuevo Testamento. Y entre sus hojas delgadas una carta de la Reina Victoria, monarca del Imperio Británico.

La Reina contaba en la carta que había sido visitada por el primo de Darwin, el señor Galton, con la petición de que El Nuevo Testamento dejara de ser la lectura diaria y obligada en las escuelas del Imperio y se le sustituyera por El Origen de las Especies, de Darwin.

¿Qué opina el Gran Hombre?, terminaba la carta. Gran Hombre era el título con que por entonces todos llamaban a Darwin.

El Origen…, ya lo sabe el lector, la lectora, afirma que en la Naturaleza, dado que siempre los recursos son escasos, se da una lucha entre los animales por ellos; una lucha en la que triunfa el más apto y pierde el menos apto. También afirma que esa terrible y continua guerra tiene al final un resultado propicio: gracias a la eliminación de los menos aptos, en el planeta se van mejorando las especies.

El Nuevo Testamento en cambio afirma la premisa inversa, traída al mundo por Jesucristo. Los más aptos deben ser impedidos de dar libre curso a su fuerza, para permitirle a los menos aptos, los débiles y pobres, también sobrevivir.

Charles Darwin respondió a la Reina en otra carta. Él era un científico, no un teólogo, no un filósofo, no un político. Por eso en su Origen apenas y se refiere dos veces a la especie humana. Al redactarlo no quiso, ni ahora quería, participar en las decisiones de los primates habladores.

Pero debe, le exigió la Reina Victoria, una vez que se plantó frente a Darwin, ahora de cuerpo presente, un mes más tarde. Es su libro, y su enorme influencia en el pensamiento, lo que nos ha puesto en este cruce de caminos. ¿Deben los niños ser educados con la idea de que el más apto —el más rico, el más inteligente, el más fuerte—, tiene derecho a pisar sobre los menos aptos, —los pobres, los débiles, los menos dotados por la biología— o deben ser enseñados a tener compasión y cuidar de sus prójimos menos favorecidos?

Era una pregunta que además se estaba transformando en un dilema de Estado, y la Reina le advirtió a Darwin que le enviaría a su granja el dilema encarnado en dos visitantes, ambos por cierto necios e irritantes.

Le enviaría al mismo Francis Galton, para que le expusiera el proyecto de los eugenistas para hacer prevalecer en el Imperio La Ley del Más Apto. Y le enviaría al líder de la Sociedad Marxista de los Trabajadores, un obrero que exigía nuevas leyes de protección a los trabajadores de las grandes fábricas británicas.

Odio a las abejas, respondió Darwin a la Reina.

La frase se le escapó, porque mientras la Reina habló, en su cráneo el biólogo regresaba al momento, décadas antes, en que dudó de publicar su magna obra por culpa de las putas abejas.

Las abejas viven en comuna, construyen en comuna un hogar común, la colmena, ahorran en esas celdas la miel que es de todas por igual, y en el colmo del desacato a la Ley del Más Apto, cuando un enemigo entra a la colmena –digamos un avispón asesino—ofrendan su propia vida para defender el bien común.

Las putas abejas eran la prueba viva de que la Ley del Más Apto no es universal en la Naturaleza. Y no era una prueba excepcional: todos los insectos sociales, como buena parte de los animales mayores y sociales, exhiben conductas altruistas. Y entre las especies sociales, no hay una especie con mayor exhibición de altruismo que los seres humanos.

Bueno pues, se impacientó la Reina, quiero una respuesta en los próximos días.

Para Darwin la pregunta de la Reina se traducía en otra más amplia. ¿Qué mantiene viva a la Naturaleza, el altruismo o el egoísmo? Y se traducía en otra pregunta también. ¿Tiene la Ciencia respuestas para el gobierno de la especie humana o debe seguir subordinada a los políticos?

Le daré la respuesta, prometió Darwin, pero en unos meses.

En esta historia ocurrida en el siglo XIX se entretienen mis horas estos días del siglo XXI. En eso y en aprender a cuidar panales, en un bosque en las afueras de Cuernavaca.