Entrar a la Naturaleza, con los pies descalzos
Sabina Berman
Unos meses antes de que la pandemia ocurriera, el Papa Francisco publicó la encíclica Laudato Si. En español: Para el cuidado de nuestro Hogar Común. Es decir, para el cuidado de la Naturaleza.
La novedad era deslumbrante. Ningún texto previo del Cristianismo tiene como sujeto a la Naturaleza.
Desde entonces a hoy, los textos sobre la Naturaleza se han ido deslizando a la conversación mundial.
No es misteriosa la causa. La Naturaleza por un poco y nos extingue por vía de un bichito miscroscópico. Y si no nos extinguió, sí paralizó a nuestras poderosas economías durante un año —y nos diezmó.
Ninguna Guerra Mundial ha tenido más víctimas. 16 millones de humanos han muerto de asfixia hasta hoy por el Covid.
Como muestra de esa conversación que hoy florece sobre la Naturaleza, otros dos capullos recientes.
Los dos filósofos más atendidos de nuestro tiempo, Harari y Zizek, debatieron hace un mes sobre Humanidad y Naturaleza. El debate puede verse en Youtube. Y en la TV de Australia hace dos semanas, y causando un inusitado interés en la población, se debatió una propuesta. ¿Debemos poner precio a la Naturaleza, para protegerla?
La decepción con la encíclica del Papa es que no habla de la Naturaleza. No hay en sus líneas un solo loro. Un puma. Una catarina. No digamos un océano. O un desierto.
Para el Papa, la Naturaleza es una entidad filosófica. Algo parecido, aunque no idéntico, de lo que es en la Biblia, en sus dos partes, la judía y la cristiana, donde la Naturaleza se menciona solo como medio de transporte, como comida, como camino que cruzar o como inesperada catástrofe.
Así que la encíclica sobre la Naturaleza trata exclusivamente de los humanos. Bla bla bla sobre lo que el Papa ve que hacemos mal con ese continente ignoto llamado Naturaleza.
Lo mismo ocurre con las otras conversaciones que mencioné antes. Los debatidores hablan de forma exclusiva de los primates habladores y su relación con esa extensa desconocida, la Naturaleza.
Es así de simple. Nuestra élite conversadora no es la adecuada para abordar el tema urgente de la Naturaleza. Está presa en ese narcicismo de nuestra especie que los historiadores llaman Humanismo y que nos piensa a los primates habladores como el centro de autoridad de la Naturaleza.
De ahí que se pregunten la pregunta equivocada. ¿Qué hacemos los humanos con la Naturaleza?
Los biólogos —y los que amamos a la Naturaleza desde hace lustros— sabemos que los humanos no somos el centro de la Naturaleza, somos solo un nódulo de un sistema extenso llamado Naturaleza. Somos Naturaleza. Y aún nuestro lenguaje es Naturaleza: soplos de aire modulado en palabras que nos hacen soñar despiertos lo que nombran.
Sabemos también que no necesitamos hacer nada con la Naturaleza, sino lo contrario, necesitamos dejar de hacer nosotros mucho, para permitirle a la Naturaleza que nos haga mejores: que nos revitalice.
Y tampoco necesitamos una nueva narrativa: la Naturaleza ya tiene su narrativa, lleva contándose desde hace millones de años, y nuestros biólogos, ecólogos y no pocos artistas ya saben mucho, aún si no todo, de esa narrativa no humana.
Las preguntas necesarias hoy son otras.
¿Cómo disolvemos la enajenación de nuestro propio cuerpo para que se alinee a lo natural? ¿Cómo alineamos el lenguaje que hoy nos enajena de lo natural, para que por lo contrario nos abra las puertas de la percepción a la Naturaleza?
¿Cómo alineamos nuestras economías a lo natural? ¿Cómo alineamos la industria y lo digital a los ciclos naturales? ¿Cómo imitamos el gobierno de la vida no humana en nuestras sociedades? ¿Cómo construimos sin petróleo y sin combustión?
Todo eso visto no como un sacrificio o un descenso a lo primitivo, sino como una evolución. Una nueva y mejor adaptación al planeta.
Y dos preguntas más.
¿Qué recompensas hay en colocarnos a disposición de lo natural?, ¿y qué peligros? ¿Cómo evolucionamos al Humanismo para volverlo un Naturalismo?