24 de Noviembre de 2024

Gorbachov. 1988

JOSÉ WOLDENBERG

La muerte de Mijaíl Gorbachov ha desatado un sinfín de artículos de opinión. Y no es para menos. Fue la figura más relevante del esfuerzo por reformar, desde dentro, un régimen totalitario y esclerotizado. Su política no solo modificó la vida de millones, sino la geopolítica mundial. La siguiente es una microestampa de aquellos tiempos.

En 1988 fui integrante de una pequeña delegación del Partido Mexicano Socialista (PMS) invitada por el gobierno soviético para conocer in situ los cambios que se estaban impulsando. El PMS se había fundado apenas en 1987, producto de la fusión del PSUM, PMT, PPR, MRP y UIC. Así fue que en representación del partido fuimos 5 personas una da cada uno de los partidos fusionados. El jefe de la delegación era Eduardo Valle (el Búho) y las noticias que desde 1985 llegaban a México, cuando Gorbachov se convirtió en el secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética, nos resultaban estimulantes a algunos y eran anatema para los más ortodoxos.

Desde que llegamos a Moscú fuimos de sorpresa en sorpresa. Nos esperaban dos autos negros con chofer y traductor cada uno (los usos y costumbres no se modifican fácilmente). Nos trasladaron al hotel. Mientras nos introducíamos por las calles de la capital, uno de los compañeros, entusiasmado, dijo algo como lo siguiente: “Estamos en la patria del socialismo, donde se forja el hombre nuevo, es como un sueño”. El traductor, de manera fulminante le respondió: “Espérese compañero, ya verá con sus propios ojos lo que es esto”. Era el primer balde de agua fría para quien, iluso, creía a pie juntillas las campañas publicitarias del PCUS.

Hablamos con decenas de responsables, cuadros del gobierno y el partido, y el ambiente era efervescente. Se presumía la aparición de novelas y poemas antes prohibidos, obras de teatro de autores perseguidos y versiones de la historia novedosas, revisionistas, iluminadoras. No era sencillo observar la perestroika, el proyecto de reforma económica liberalizadora que se impulsaba desde el gobierno, pero la glasnost, la política de apertura, tolerancia y liberalización, se irradiaba por doquier. En las oficinas gubernamentales, pero también en las calles y los medios de comunicación. Se debatía como nunca antes bajo el régimen comunista. Se revisaba la historia, se abrían archivos, se revaloraban personas, episodios y políticas a las que se habían mantenido en la penumbra. Uno de nuestros guías nos informó: “antes Pravda, el periódico oficial, no lo leía nadie, se utilizaba para envolver los alimentos, ahora no se encuentra, se agota todos los días”. Vimos en algunas esquinas, cómo alrededor de un lector del periódico, se juntaban 4 o 5 personas. El aroma fresco de la libertad se podía respirar.

Nos preguntaron si queríamos visitar alguna de las repúblicas bálticas. Dije que me gustaría ir a Lituania (lugar de nacimiento de mi abuelo materno), y nos llevaron entonces a Estonia. A Tallin, bellísima capital, con su casco medieval. Nos entrevistamos con funcionarios del PCUS de Estonia. Y para nuestro asombro, dijeron: “Tienen ustedes que conocer la verdad de la historia: en Estonia no hubo revolución alguna, se trató de una anexión a la URSS”. Si aquellos que eran los funcionarios soviéticos decían eso, no era difícil imaginar lo que se mascullaba en las calles. Ni los que ejercían el gobierno reconocían su impostada fuente de legitimidad. Clara señal de que eso se estaba acabando.