24 de Noviembre de 2024

Perro que ladra… ¿no muerde?

CARLOS SEOANE

Las amenazas consisten en el anuncio de un mal futuro (ilícito) que es posible, impuesto y determinado con la finalidad de causar miedo en el amenazado. El mal ha de ser posible y por ende creíble, en el sentido de que el destinatario pueda tener motivos para creer en su verosimilitud. Que el mal sea impuesto significa que el amenazado no tiene control sobre los hechos que lo desencadenarán, por tanto, su culminación depende exclusivamente del sujeto activo. Su finalidad es causar una enorme inquietud produciendo un estado que puede ir desde un intenso miedo hasta un estado de pánico absoluto.

Un proceso de amenazas puede acarrear las siguientes consecuencias. A nivel físico: pérdida de apetito, pérdida de sueño, dolor de estómago, dolores musculares, “parálisis mental”, opresión en el pecho y taquicardias. Y a nivel psicológico: encerramiento, pérdida de productividad, estrés, bajo rendimiento intelectual y pérdida de autoestima. Todo esto impide una ponderación del auténtico riesgo al cual la víctima podría estar (o no) en realidad expuesta. Mucho dependerá de la personalidad y carácter del amenazado.

Esta introducción viene a colación a raíz de haber leído la última columna de Ricardo Raphael en Milenio, ya que el periodista (con el cual tuve la oportunidad de interactuar profesionalmente una vez en el pasado) recibió el siguiente mensaje en su teléfono celular: “Dile que se calle y lo del parke sera un cuento de sus adas madrinas. Yicardo no puede cuidar a todos y menos a usted K no eres nadie … Sus putos lentes rojitos se los va a comer si sigue radiandole … (A)viso 2 de la jefa y si vas con la autoridad mas vale que se cuiden todos” (sic).

No quiero ocupar espacio en esta columna explicando lo que aparentemente dio pie al origen de este mensaje, eso lo pueden leer en detalle en el artículo de Ricardo. Lo que me es relevante es explicar lo que suele estar detrás de un incidente como este y hacer énfasis en que las amenazas, generalmente, funcionan mejor para evitar que las personas hagan cosas que para obligarlas a hacer algo.

El combustible que alimenta una amenaza suele provenir de un motivo pasional, algo que caló profundamente en las entrañas del agresor(a). Venganza, rechazo, humillación, burla, mobbing (bullying laboral), acoso, desamor, mentiras, promesa rota o un daño económico. Estos suelen ser los detonadores para que una persona decida caminar por un oscuro sendero con el objetivo de preocupar profundamente a alguien a través de acciones o mensajes con contenido amenazante.

Ahora, el elemento más poderoso en este caso es el anonimato del remitente. Los medios digitales permiten que cualquier persona oculte su identidad dejando al receptor de la amenaza preguntándose si el emisor en realidad tiene la capacidad y/o la intención de escalar en sus agresiones, ergo, si las palabras pudieran convertirse en acciones violentas.

La definición contenida en el primer párrafo de esta columna deja claro que una amenaza en su estado más puro no puede ser desactivada. Sin embargo, en el mensaje ya descrito, hay una “válvula de escape” que podría apaciguar los motivos del agresor. Ese detalle transforma la amenaza extorsiva. 

Se insinúa que, si el periodista deja de hablar del tema que perturba al emisor, este dejará de lado su persecución. Es una transacción básica, has lo que digo o sufrirás algún tipo de dolor que no podrás evitar. La amenaza está relacionada con el poder relativo y cuanto mayor sea el poder del amenazador, mayor será la amenaza potencial. Está en el interés del agresor maximizar el diferencial de poder percibido.

Para bien o para mal, no hay una fórmula de libro para tratar con este tipo de ataques, cada caso es diferente y debe ser tratado acorde a las características particulares que lo rodean. Por lo pronto, Ricardo decidió denunciar y hacer público lo acontecido. 

Respaldo y aplaudo su decisión, aunque estoy seguro que usted, amable lector, no deja de preguntarse si perro que ladra… ¿no muerde?