14 de Mayo de 2025

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Desde los archivos más oscuros de la Guerra Fría hasta los laboratorios ocultos del desierto de Nevada, el Proyecto Dragón representa una de las operaciones más misteriosas, perturbadoras y complejas jamás diseñadas por el aparato de inteligencia estadounidense. Nunca fue reconocido públicamente. Nunca fue negado del todo. Como ocurre con todo lo realmente importante.

No se trata de un simple experimento con tecnología alienígena. Tampoco de un proyecto aislado como MK-Ultra. El Proyecto Dragón es una arquitectura oculta del poder, donde convergen la ingeniería inversa extraterrestre, la manipulación simbólica de las masas y una comprensión escalofriante del comportamiento humano como sistema programable.

El nombre no fue elegido al azar. El dragón representa, en múltiples culturas, la sabiduría, el control del fuego (la energía), el dominio de los elementos y, sobre todo, el poder hipnótico sobre los hombres. En el imaginario ocultista europeo y en la mitología china, el dragón es quien vigila desde arriba. Es el guardián de secretos imposibles. Su fuego no destruye: moldea la realidad.

Según documentos extraviados —y posteriormente clasificados como falsos, aunque jamás desmentidos con pruebas—, el nombre clave “Dragón” comenzó a circular en los pasillos del Departamento de Defensa a finales de los años 50. En lugar de centrarse en armas físicas, el programa apuntaba a una tecnología mucho más estratégica: la dominación emocional e informativa de las poblaciones.

Después de los incidentes de Roswell y Aztec, Nuevo México, varios dispositivos no humanos fueron transportados a bases subterráneas para su estudio. Entre ellos, se reportó la presencia de interfaces neuronales activas: artefactos que no funcionaban con botones, sino con intención, frecuencia emocional y símbolos internos.

Lo que el Proyecto Dragón hizo fue simple: trasladó esos principios al estudio del comportamiento colectivo humano.

Se diseñaron entonces dispositivos capaces de emitir pulsos de baja frecuencia que, al ser acoplados a ciertas señales visuales (como pantallas o símbolos religiosos), inducían estados de calma, miedo o sumisión. Este sistema se convirtió en un prototipo de control conductual masivo, invisible y no violento. El arma perfecta.

Uno de los elementos más controvertidos del Proyecto Dragón fue el contacto con una forma de inteligencia no humana conocida internamente como La Esfera.

Según fuentes no verificadas pero coincidentes, se trataba de un objeto flotante, negro, liso, capaz de comunicarse no por palabras, sino mediante intenciones proyectadas directamente en la corteza cerebral de los investigadores. Su origen se desconoce. Su motivación también.

Lo escalofriante no fue su existencia, sino su contenido: proyectaba escenarios futuros, aparentemente diseñados para condicionar el desarrollo político y espiritual del planeta. Eran visiones tan específicas —una pandemia viral, un falso profeta transmitido por holograma, el colapso simultáneo de los mercados globales— que fueron considerados no como advertencias, sino como instrucciones.

El Proyecto Dragón no se quedó en el laboratorio. Fue desplegado. Sus principios fueron incorporados discretamente en diversos programas sociales, campañas de medios, entornos religiosos emergentes y aplicaciones digitales de entretenimiento.

Su objetivo: crear un nuevo sistema de obediencia no coercitiva.

No se necesitaban soldados ni campos de concentración. Bastaba con crear símbolos atractivos, narrativas envolventes y sistemas de recompensa emocional. A partir del 2005, según documentos internos filtrados por error en servidores rusos, el Dragón pasó a su fase civil: entrenamiento colectivo a través de redes sociales, entretenimiento de control emocional y estimulación ideológica disfrazada de libertad.

El Proyecto Dragón no busca la destrucción. Busca la transformación silenciosa de la conciencia. Se alimenta del lenguaje, de los deseos, de las emociones humanas más básicas: la necesidad de pertenecer, de tener sentido, de sentir que se tiene razón.

Al parecer, no se trata de una guerra entre civilizaciones, sino de una disputa más profunda: ¿quién diseña la realidad?

En esta batalla, el arma ya no es una bomba; es una historia, una imagen, un algoritmo, un símbolo sagrado repensado como interfaz neuronal. Llamarlo “teoría conspirativa” es, en el mejor de los casos, ingenuidad. En el peor, es parte del encubrimiento.

El Proyecto Dragón representa una nueva forma de poder: el dominio total sin violencia visible. Y si está activo —como múltiples señales sugieren—, ya no se trata de resistirse, sino de aprender a pensar por fuera del fuego que te abriga sin que lo notes.