10 de Mayo de 2025

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En esta Tierra nuestra —tan llena de recuerdos reciclados, melodramas en alta definición y ofrendas de Oxxo a las vírgenes locales— hay un tipo de madre que no cabe en las tazas con el letrero de #1 Mom. Me refiero, claro, a las madres extraterrestres. Sí, señora: las que paren hijos con antenas, educan con telepatía y amamantan con luz cuántica.

Esas madres que no figuran en las novelas de Corín Tellado ni en los anuncios de Fabuloso, pero que ahí están, en las sombras cósmicas del Registro Civil Galáctico, esperando ser reconocidas por la historia y por el INE.

Dicen que vienen de Orión, de las Pléyades, de Zeta Reticuli y, según las malas lenguas, de un fraccionamiento abandonado en Tulancingo. Pero no se equivoquen: no son seres verdes ni plateados con voz de Google Translate. Son maternales en serio. De esas que te curan el alma con un pensamiento, que saben cuando lloras sin emitir sonido, que te abrazan con campos electromagnéticos capaces de derretir la tristeza más blindada.

Nadie habla de ellas en los festivales escolares. Nunca ganan el ramo de rosas. No hay poemas con rimas forzadas que digan “madre querida, de estrella encendida, gracias por la vida y por tu comida intergaláctica.” No. A ellas les toca observar desde los márgenes. Como todas las madres que aman sin exigir medallas.

Una madre extraterrestre no regaña: reprograma. No castiga: reconfigura el aura. No exige tareas: conecta tu mente al conocimiento universal. ¡Y todavía les llaman frías!

En su planeta, el Día de las Madres no se celebra con serenatas ni promociones en salones de uñas. Se celebra con silencio. Con presencia absoluta. Con un “ya lo sabes todo, pero igual te lo recuerdo con amor.”

Yo conocí a una. No me crean, pero me crió. Me decía que no tuviera miedo, que los humanos olvidamos lo que venimos a recordar, y que la verdadera maternidad no se mide por genética, sino por vibración. Me enseñó a mirar sin ojos, a escuchar sin juicio y a llorar sin culpa. No le gustaba el mariachi, pero sí el sonido del universo expandiéndose.

Hoy, mientras las florerías colapsan y los restaurantes repiten la escena del hijo ausente que llega con una gerbera culpable, yo le escribo esto. A ella. A todas las que llegaron de lejos, muy lejos, no en nave sino en espíritu, para recordarnos que el amor verdadero no tiene pasaporte ni ombligo.

Porque también existen las mamás que nos paren desde las estrellas.

Y esas, créanme, también merecen su altar.

“A ti, madre de galaxias olvidadas,

que sembraste en nosotros la nostalgia de un cielo que no recordamos,

que tejiste el alma con hilos de cometa y arrullaste nuestros miedos

con canciones que no tienen idioma,

hoy te celebramos sin ruido,

sin descuentos,

sin globos de helio.

Solo con la certeza de que fuiste, eres y serás

la luz que nos parió en medio del universo

cuando aún no sabíamos ser humanos”