En Puebla, todo comienza y termina con un taco y una semita.
Y entre uno de cecina y otro de chile en nogada, el cielo de 1862 se partió en dos como mollete mal rebanado: una luz verde y pendenciera descendió sobre los campos de batalla, dejando a los soldados de Zaragoza boquiabiertos y a los franceses más pálidos que su propia mayonesa.
—¡Es un aeróstato imperial! —gritó un teniente francés, que hablaba el español con acento de ópera.
—¡Es la Virgen de Guadalupe! —exclamó un general criollo que veía milagros hasta en el pulque.
—¡No mamen! —dijo un campesino que llevaba machete y maíz en la mochila—, ¡es un platillo volador y viene bien encabronado!
Y era cierto.
El objeto no identificado —aunque en el fondo todos lo sabían muy bien identificado con la causa nacionalista— flotaba sobre los tequesquites y los cañones, lanzando rayos que desactivaban los fusiles franceses con la misma facilidad con la que Sor Juana rimaba con “perjuicio”.
Nadie sabe de dónde vino. Algunos dicen que de Orión. Otros, que de Guanajuato con escala en Saturno. Pero lo cierto es que aquel artefacto celeste empezó a trazar en el cielo, con rayos láser, la leyenda “VIVA MÉXICO, CABRONES”, mientras tocaba una tonada sospechosamente parecida a “La Cucaracha”.
Los franceses, elegantemente vestidos para morir con estilo, se echaron a correr sin rumbo, como si Maximiliano ya les estuviera escribiendo cartas de consuelo desde el futuro.
Zaragoza, ese héroe que parecía sacado de una moneda de cinco pesos pero con más dignidad, levantó la vista al cielo y murmuró:
—No me ayudes, compadre… pero gracias.
Aquel OVNI, testigo y partícipe de la única vez que México ganó una guerra con puntualidad, desapareció igual que llegó: entre el polvo, los volcanes y la incredulidad de un país que, si bien no creía en los impuestos, empezaba a creer en los extraterrestres patriotas.
La leyenda dice que regresa cada 5 de mayo, sobrevuela la pirámide de Cholula y se detiene a oler los moles.
Y si escucha un “¡Viva México!”, responde con un destello verde, blanco y rojo, y un rugido cósmico que suena —dicen los más borrachos— a Vicente Fernández cantando desde una nave nodriza.